miércoles, 10 de marzo de 2010

Castillos de Arena



Título: Castillos de Arena
Autora: Nydia
Rating: PG
Parejas: Yoosu








Me pasé años buscándole una palabra a lo que sentía…


—¡Junsu! ¡Junsu! –me llamaste-. ¡Ven aquí, vamos!

Moví la cabeza de un lado a otro, terco. No iba a ir a ninguna parte.

Tú, de por aquél entonces con apenas siete años, te sentaste delante de mí y me miraste con preocupación.

—Sungmin está empezando ya el partido de fútbol –dijiste-, ¿no vas a venir?

Puse más morros y me crucé de brazos.

—No quiero.

—¿Te ocurre algo? ¿Por qué no?


Porque no iba en tu equipo.


—No quiero –repetí. Sentía un nudo en la garganta.


Pero sabía que no podía decírtelo.


Te acercaste un poco más a mí y me pasaste una mano por los hombros.

—Yo quiero que juegues… conmigo… -dijiste-. Si me cambio por Donghae y te paso la pelota, ¿vendrás?

Sin que me diera cuenta, un sonrojo tiñó mis mejillas y resplandor iluminó mis ojos aún infantiles. Tú me sonreíste con esa sonrisa que tanto me gustaba y me tendiste la mano.

Y, esta vez, te la cogí.

Entre gritos de emoción de muchachos, pasadas de pelota e indirectas lanzadas con apenas una mirada, ganamos.

Pero… lo que se sintió mejor, fue tu abrazo tras finalizar el partido.





El mar siempre me había dado miedo. O respeto. Porque siempre llegaba un momento donde no tocaba el fondo con la punta de los pies.


Esta vez, me quedé en la arena. Empecé a acumularla, usando manos y pies, haciendo una gran montaña.

—¿Qué estás haciendo? –me preguntó Kyuhyun.

—Un castillo de arena –contesté, con una sonrisa en los rojos labios.

Me gustaban los castillos. Nunca me había salido ninguno decente, pero siempre disfrutaba creando formas y figuras con la arena.

Crearía un castillo inexpugnable. Bonito y grande, Que nadie pudiera derribar.

Pero Kyuhyun pronto perdió el interés y se fue con los demás, que ya estaban entrando en el agua. Fruncí el ceño.

—¿Qué haces? –me preguntaste tú. Apreté los labios. Bien, si tan aburrido parecía hacer un castillo, ya podíais ir todos a bañaros, que yo me quedaría aquí con mi pequeño tesoro.

Así que no te contesté.

Pero tú te acercaste por detrás.

Y yo empecé a ponerme nervioso.

—¿Un castillo de arena? –me preguntaste. Me giré, sorprendido. Parecías ilusionado con la idea.

Asentí, y te sentaste a mi lado, ayudándome también.

Me aparté un poco… para que no pudieras ver mi sonrojo.


Sabía de sobra que lo que sentía por ti era algo completamente distinto. Porque con el resto no me sonrojaba. Porque sólo me gustaba tu sonrisa. Porque eran tus ojos los que veía siempre antes de caer dormido. Porque odiaba la idea de compartirte con alguien más. Porque sólo te quería para mí.

Pero, simplemente… no era capaz de encontrar la palabra adecuada.


Juntos, poco a poco, terminamos de construir un castillo de arena. Nuestro castillo.

Todos nuestros amigos acudieron a verlo, admirados. Ambos no podíamos dejar de sonreír con orgullo ante nuestra pequeña obra de arte.

—Pero… -dijo Kangin, con seriedad—. ¿De qué sirve hacerlo si de todos modos pronto se destrozará?


Se me desgarró el corazón con sus palabras.

Simplemente… no podía soportar la idea de que nuestro castillo de arena se derrumbara.

Porque, de algún modo… sentía que el castillo que habíamos construido juntos nos simbolizaba a nosotros mismos.




A los diez años, mis notas académicas descendieron con brusquedad.

—¿Qué es lo que te ocurre, hijo? –me preguntó mi madre, mirando las notas, frunciendo en ceño y negando con la cabeza.

Bajé los ojos.

—No lo sé, mamá…

Ella me miró.

—¿Cómo que no lo sabes?

—¿Alguna vez te ha pasado… que no puedes dejar de pensar en alguien…? –le pregunté, confuso.

—¡Oh, por supuesto! –rió ella.

La miré.

—¿Sí? ¿Por… qué…?

—Eso es amor, hijo. Es que estás enamorado.

Abrí los ojos con sorpresa.

Se me había olvidado decirle que éramos ambos chicos.




Amor…

Me había pasado años buscándole una palabra a lo que sentía…

y ahora… sólo quería huir de ella.




A los once, cuando te compraron tu primer móvil, nos pasábamos las noches al teléfono. Hablábamos de todo y de nada, tan sólo queriendo escuchar al otro y prolongar los momentos antes de que la oscuridad nos envolviera en su soledad venenosa.
Inevitablemente, tenía miedo.

Porque… sabía que yo era el único al que llamabas. Y eso me hacía inmensamente feliz… e inevitablemente culpable.



A los doce, para celebrar el fin de curso, tú y yo fuimos a ver el mar. Otra vez.

El viento nos pegaba la ropa al cuerpo y jugaba con nuestro cabello.

Observé el límite del infinito. Era sobrecogedor. Busqué nuestro castillo de arena en la orilla sin resultado. El mar lo había derrumbado.

La playa estaba desierta, toda para nosotros solos.

Me miraste y empezaste a sacarte los zapatos, prosiguiendo después a desabotonarte la camisa del uniforme. Tenías la piel más blanca que había visto. Parecía… suave.

Luego, te acercaste a mí, al ver que yo no me movía, y desabotonaste mi camisa. No dejaste de mirarme, mientras que yo no pude más que girar la cabeza, pidiendo interiormente que no oyeras mis latidos.

Tus manos rozaron mi piel al deslizarme la camisa por los brazos para que finalmente cayera abandonada en la arena. Sentí que mi piel ardía por donde tú habías pasado.


No…


Empezaste a andar hacia el mar.

—¡Junsu! –me llamaste-. Ven…

Y le obedecí. No me importó que se me mojaran los pantalones al entrar en el agua. Ni a él.

Nos adentramos en el mar, caminando hacia delante. Más, y más adentro.

Pero… siempre hay miedos que no eres capaz de superar.

—Yoochun… -te llamé con voz temblorosa cuando vi que el agua ya me llegaba al pecho desnudo. Me detuve y tú te giraste.

Caminé hacia ti, hasta que te tomé de la mano, buscando tu consuelo.

—Sube –dijiste mientras me cogiste ambos manos y me hiciste subir a tu espalda. Crucé los brazos alrededor de tu cuello.


No…


Apoyé mi mentón sobre tu hombro, recostándome contra tu cuello y cerrando los ojos por un momento.

Tú seguías hacia delante, sin miedo, llevándome en tu espalda.


No, no, no…


Dos lágrimas rodaron por mis mejillas, pasando desapercibidas, camuflándose entre las otras gotas de agua.


No. Esto no era correcto. No estaba bien.


Cuando volvimos, corrí durante el último trozo que nos quedaba hasta la playa.

—¡Junsu! –me llamaste. Apenas te oía por encima del ruido del agua.

Supe que habías estado apunto de alcanzarme cuando una ola especialmente grande nos derrumbó a ambos, que terminamos rodando hasta la arena.

Estabas encima de mí. Sin decir nada. Sólo mirándome. Y, por más que quería, no podía apartar la mirada.

Mis ojos descendieron involuntariamente a tus labios por una fracción de segundo.

Cada vez, parecía que estábamos más cerca del otro.

Pero una ola volvió a empaparnos. Y eso fue lo que me hizo percatarme de qué es lo que estábamos haciendo.

Me aparté de él, corriendo hasta donde teníamos las cosas.


Porque lo que derrumbaba el castillo de arena eran las olas del mar.

Y lo que derrumbaba… nuestro… amor… era la realidad.


—¡Junsu! –volviste a llamarme. Me giré, a medio camino. Tenías la confusión grabada en el rostro.

Te me acercaste, y yo permanecí inmóvil. Alargaste una mano, y yo retrocedí un paso. Nos quedamos quietos. Habría jurado que durante horas.

Finalmente, me tumbé en la arena, boca arriba. Te acercaste un poco más y así también lo hiciste. Pero tú te quedaste de costado, mirándome. Te imité. Y nos quedamos así, unidos mediante una intensa mirada. Entrecerré los ojos, pero pude ver cómo me alargabas una mano, en un intento de acariciarme. Pero retrocediste antes de que tus dedos rozaran mi pelo, porque yo me había encogido en anticipación.

—¿Qué es lo que te ocurre? –en tus ojos podía ver claramente el dolor.

—Es la realidad… la que derrumba los castillos de arena… -dije a media voz-. Porque un castillo no puede estar en la arena... porque está hecho de sueños… y los sueños son sólo sueños. No pueden contra la realidad.

Me miraste, confundido, pero no contestaste.



El día que cumplí mis trece, me invitaste a tu casa.

Me temblaban las manos cuando intentaba deshacerme del envoltorio del regalo que me diste, nervioso y sonrojado. Estaba emocionado.

Cuando conseguí abrirlo, saqué poco a poco la cadena de un collar… hasta que lo vi. El colgante de un sol.

Sentí cómo las lágrimas se me acumulaban en los ojos.

Te miré. Habría corrido a abrazarte. A lanzarme encima de ti y susurrarte cuánto te quería. Pero no pude.

—Gra-gracias, Yoochun… -me limité a decir, con la voz rota.

Me miraste por largo rato, con el ceño fruncido. Ninguno de los dos no pronunció palabra.

Luego, te levantaste y cogiste una fina tela de ropa que encontraste en tu armario. Te acercaste de nuevo a mí y me tapaste los ojos con la tela. Intenté protestar.

—Déjame hacer… -casi me suplicaste. Me detuve antes de hacer nada, obedeciéndote.

Sentí cómo me la atabas con suavidad, impidiendo que viera nada, cegándome.

—Si no se puede afrontar la realidad… -dijiste, rememorando el día en que fuimos juntos al mar-, entonces… engáñala… Si no lo ves, nunca lo sabrás…

Sentí cómo te sentabas de rodillas en el suelo frente a mí, descansando tus manos sobre mis rodillas.

Estaba nervioso, tenía la respiración agitada. Pero, simplemente, esperé.

De pronto, sentí tu respiración en mis labios. Inmediatamente después, los tuyos sobre los míos.

Me asusté.

Pero no te detuve.

Sólo así, completamente privado de verte… luego podría hacer… como si no hubiese ocurrido nada.

Pero, como decías, sólo engañábamos la realidad. No la vencíamos.

Te separaste de mí, y sentí de pronto mis labios aún más necesitados de los tuyos. Me abriste las piernas para acercarte más a mi cuerpo y me rodeaste la cintura con tus brazos, al mismo tiempo que una de tus manos subía hasta mi nuca.

Pero no volví a sentir tus labios.

Algo tembloroso, alcé mis manos hasta encontrarme con su rostro. Las puse a ambos lados. Y, esta vez, fui yo el que me acerqué.

Tu beso fue más dulce que cualquier azúcar imaginable.

Dejabas pequeños y lentos besos sobre mis labios, sin terminar nunca de separarte del todo de mí entre uno y otro.

—Te quiero –susurraste una vez sobre mis labios, apenas audible. Pero te oí. Y reprimí las lágrimas.

Y… me armé de valor.

Con movimientos algo torpes, separé mis manos de tu cuerpo y las subí hasta alcanzar el nudo que aún me privaba de verte.

—Junsu… ¿qué… qué haces? –me preguntaste, confuso, respirando con dificultad.

Una lágrima traicionera resbaló por mi mejilla cuando me quité la tela. Me la secaste con tu dedo, acariciándome la mejilla.

—Yoochun… no quiero… engañarme… -dije entrecortadamente-. Quiero verla… La realidad.

Nos miramos el uno al otro con intensidad.

Cerré los ojos al ver que volvíamos a acercarnos. Me tumbaste con suavidad en la cama y te pusiste sobre mí justo antes de unir nuestros labios con fuerza. Con… amor…

—Yo también… -te contesté en susurros mientras nos besamos otra vez.



Porque aquello que me regalaste era mucho más que un collar. Era valor. Era fuerza de voluntad. Porque siempre habría un sol que luchara contra el agua que se filtraba en la arena del castillo, evaporándola, para evitar que este se derrumbara.



----------------------------







1 comentarios:

GakiTo dijo...

que hermoso este one-shot!

:a   :b   :c   :d   :e   :f   :g   :h   :i   :j   :k   :l   :m   :n   :o